12/1/11

En busca de sentido

     

    Hace un tiempo, mi alma se puso a arder. Era algo inevitable, sabía que iba a pasar tarde o temprano y aún así no estaba preparado. Sentí que no habría suficiente agua en el mundo para apagarla y cansado de sufrir por dentro, en un arranque de locura o lucidez, decidí, en cambio, que ardiera además todo mi cuerpo. Prenderle fuego.

       Desesperado, comencé a correr con locura., corrí tan rapido como me dejaban mis piernas, esperando que tarde o temprano explotarían, liberándome. Con mis musculos al rojo vivo, parece que contagiados, los pulmones y la garganta les acompañaron. Los pulmones respirando todo el aire podrido de este mundo, funcionaban como un motor interno, y la garganta escupiendo gritos incendiarios que no solo quemaban hormigones y plásticos, si no también conciencias. No queriendo quedarse atrás, poco más tarde comenzaron a brotar lágrimas de pura rabia. Quemaban tanto saliendo que supé que llegaban desde el mismo corazón de mi alma maltrecha, parecía que estuviese escupiendo pedazos del mismo infierno. Las lágrimas, llegando al suelo corroían el pavimento sin detenerse hasta que encontraban la tierra que una vez hace mucho tiempo fue superficie floreciente.

       Corrí tanto y tan deprisa que perdí de vista todo lo conocido, gritaba tanto y tan desgarrador que me dejaban paso por igual las máquinas de metal y de carne, intentando no dejar sus labores en el engranaje.
Y corriendo poseído por tal desesperanza, llegué a lo más profundo de la montaña, donde ni siquiera el miedo se atrevía a entrar. Allí, como si la tierra se compadeciera de mi suicidio de cuerpo y alma le dió sendas ordenes a la lluvia y el viento. La lluvia me limpió las lagrimas de ácido, el viento se llevó consigo mis gritos y palabras, susurrándome al oido suaves melodías traidas de bosques centenarios. Y la tierra me echó la zancadilla con sus raíces haciendo que cayera hacia su lecho, enfriándome la piel con cientos de hojas recien caídas y llenándome la boca con las gotas de agua limpia que se habían quedado en las hojas aún activas de los árboles esperando mi llegada.

       Con  el cuerpo derrotado y humeante y el alma moribunda, me habló la tierra. Hablé con ella y me lleno el alma de esperanza nueva, de renovada fuerza. Me curó las heridas de dentro y de fuera, y me dijo que ya nunca más me temiera ni la temiera.

      Me dijo que tanto yo como mis hermanos hacía largo tiempo habiamos olvidado y estabamos equivocados, que mi hogar no era unos escasos metros enrejados de hormigón y yeso y mi techo no era de teja. Que mi  verdadero hogar no tenía fin corriera donde corriera, y el único techo de mi verdadera casa eran las estrellas.