Hacía tiempo que el sol ya se había puesto, pero todavía menos del que faltaba para que volviera a salir. Ya era tarde para todo, o mejor, para casi todo.
Como quien se abre paso entre telarañas, me levanté y salí de la tienda intentando romper el menor silencio posible, que mantenía a los demás tan a gusto en sus sueños.
Afuera, en plena naturaleza, era otro cantar. Mi silencio se sentía incómodo entre el sonido bullicioso de miles y miles de hojas mecidas por el viento, los pasos distantes de un habitante del bosque o el repentino chasquido de una rama al paso de una alimaña buscando su comida.
Apartando a un lado ese pequeño miedo residual a lo desconocido me puse en camino.
Cuando llegue al claro allí estaba ella, siempre distante y serena, luminosa y misteriosa, siempre químera. Pero a mi me daba igual, pues sabía que de alguna manera, en ese instante yo era suya y ella era mía, solo mía.
Era tarde para casi todo, pero no para visitar a la luna.